viernes, 22 de febrero de 2013

Onírico

Entonces seguí el itinerario trazado por el espectro que se me había aparecido la noche de anteanoche.
Doblé por el sendero de los sauces, descendí por la barranca del estiércol, cruce el río seco  hasta llegar a dar por fin con el reparador de almas.
Golpeé mis manos tres veces y un mastodonte de más de dos metros emergió lentamente.
Le expliqué que era la primera vez que me sucedía y que había perdido la garantía en algún descuido como tantas otras cosas que ya no recuerdo.
Es sabido que el mantenimiento del alma no tiene cargo y nunca prescribe, mientras pueda demostrarse la titularidad de la misma. 
Como las formalidades y el papeleo lo son todo (la burocracia es lo que claramente sostiene el anormal desenvolvimiento diario) debí recurrir a los buenos oficios de un ex empleado del CONALFE (Consejo de Almas Federales).
Este sujeto, Bomhir su nombre, trabajaba en la clandestinidad desde hacía unos 4 años benedictos (401 días según la última Bula emitida por Benedicto XVI antes de su renuncia). Me confesó estar abarrotado de trabajo pendiente pero mis afilados contactos, habían surtido efecto y lograron evitar la engorrosa espera. En las estanterías repletas del salón, se acumulaban los contenedores. Había de todo tipo según podía distinguir en su ilegible caligrafía: almas de bebés con fallas de fábrica, con pérdidas por desgaste de un tal Gerardo Durgis de 72 años, con pinchaduras y  hasta recapadas...
La mía era una rajadura de unos 15mm. Lo que se conoce vulgarmente como un "desgarro del alma". Supuse que tendría que ver con aquella discusión familiar durante la sobremesa del domingo. O por las horas de espera bajo el diluvio de enero cuando nunca llegaste...
Acostado sobre la camilla, mientras Bomhir me recorría el torso con sus delgadísmos dedos, comencé a sentirme mejor que nunca. O sus manos eran realmente sanadoras o ya no pude explicarme porqué todo empezaba a serme indiferente mientras cerraba otro de los contenedores con mi nombre.