
La desdichada sale a la calle a la misma hora, en un ritual pagano. Habla hasta con las paredes...el problema es que ellas nunca responden.
Mira para ver si reconoce alguna cara, arranca el yuyal que se empeña en aflorar por entre las baldosas, levanta un par de papeles que quedaron recostados en su vereda.
Sólo verla me hizo imaginar su historia: algún hijo que ya se ha olvidado de dónde vino, un marido buscando un trago en el purgatorio mientras se define su última morada. Un pasado imperfecto, sí. Jamás tan sola.
La viejita de la esquina viste un ajado saco color uva, pañuelo negro arriando sus largas canas y un vestido negro con pequeñas flores que, alguna vez, habrán sido blancas. Lleva medias azules que le contienen los dedos que asoman por la punta de las chinelas grises.
Su casa es, por lejos, la más pequeña y venida a menos de la cuadra. Imagino que vivirá con menos de lo justo y que la prioridad dejó de ser la filtración de la terraza, si es que la recuerda.
Una tarde, escuché a una vecina en el almacén diciendo que estaba loca hacía años. No me consta el diagnóstico barrial y, sobre todo, no estoy matriculado para estigmatizar con tal calificativo a nadie.
Pienso que se ha refugiado en sí para subsistir, que cada vez que mira a alguien está esperando una charla que no escuchará bien. Aunque sea la trillada conversación sobre el clima de este febrero tropical podría alegrar su desvencijado corazón...
En definitiva, los viejos suelen ser dejados atrás, como los almanaques y los cepillos de dientes.